¿Por qué la austeridad no funciona?

CARLOS MULAS GRANADOS  FMI

En las últimas semanas hemos conocido los detalles de los Presupuestos del PP para España, y también nuevas previsiones de crecimiento a la baja y datos de paro al alza. Nos hemos embarcado en el ajuste presupuestario más grande de nuestra historia y, sin embargo, no vemos la luz al final del túnel. La prima de riesgo se ha vuelto a disparar y los mercados no terminan de ver claro que tengamos capacidad de hacer frente a nuestras deudas. Ante esta situación, la gente se pregunta por qué no está funcionando la austeridad. Y los economistas no son capaces de responder con facilidad. Hay opiniones para todos los gustos y el debate continúa cada día porque estamos ante la cuestión económica más importante de las últimas décadas: ¿son los ajustes fiscales malos o buenos para la actividad económica y el empleo? Lejos de las trincheras de cada bando, voy a intentar responder a esta cuestión.

Miremos primero los manuales. La teoría económica clásica predice que reducir el déficit en época de crisis ahonda más la recesión. Cuando la actividad está parada, el único agente económico capaz de mantener el nivel de demanda es el Estado. Por eso John M. Keynes le recomendó a Roosevelt lanzar el new deal en los años treinta: el objetivo era que el Estado se endeudase, aumentara su actividad y de forma derivada creciera el consumo, se recuperara la economía y volviera el empleo. Aunque enunciada hace 75 años, esta es básicamente la misma tesis que defiende el premio Nobel de Economía Krugman en estas mismas páginas desde el principio de la crisis.

Pero si las cosas están tan claras y parece que los EE UU de Obama se han tomado los ajustes fiscales con más tranquilidad, ¿por qué la Europa de Merkel y Sarkozy se ha empeñado en mantener un calendario tan exigente de reducción de déficits? Pues porque hay una teoría alternativa que predice que los ajustes fiscales pueden tener efectos expansivos (no-keynesianos, como se conoce en el argot económico). El razonamiento de sus defensores es el siguiente: cuando el déficit y la deuda acumulada son muy altos, los ciudadanos y las empresas se dan cuenta de que tendrán que pagarlos con impuestos presentes y futuros; por eso, un plan de fuerte de reducción del déficit que sea creíble a medio plazo (es decir, que recorte gastos estructurales como las transferencias sociales o los salarios públicos) les daría una señal muy importante de reducción de sus impuestos futuros que se traduciría en un aumento de sus planes de consumo e inversión. Según esta lógica, el efecto compensatorio de este aumento en la actividad del sector privado (efecto crowding-in) podría compensar la caída de la actividad del sector público y terminar teniendo efectos netos positivos sobre el crecimiento económico. Esa teoría fue popularizada en los años noventa por Alesina y sus discípulos, sobre la base de trabajos desarrollados por Barro en los setenta, y, mucho antes, por David Ricardo a finales del siglo XIX.

La realidad es que todo el diseño de la Unión Monetaria que se aprobó en el Tratado de Maastricht de 1991 y el Pacto de Estabilidad de 1997 descansa sobre este segundo bloque teórico. Y el paquete fiscal impulsado por Merkel y aprobado en el último Consejo Europeo es más de lo mismo. Es decir, la visión de Ricardo y sus seguidores pesa más que la de Keynes en la arquitectura económica que nos dimos hace dos décadas en Europa, pero el debate viene siendo muy intenso porque la evidencia histórica nos proporciona casos para apoyar tanto las tesis de Keynes como las de Ricardo. Por ejemplo, los ajustes fiscales recientes en Grecia, Portugal o España demuestran que Keynes llevaba razón y los recortes van a profundizar la crisis. Pero también es verdad que las experiencias de Finlandia, Irlanda o Suecia en los noventa enseñaron que Ricardo y sus seguidores también apuntaban en la buena dirección, porque los ajustes facilitaron la recuperación.

Entonces, ¿con quién nos quedamos? ¿Con Keynes o con Ricardo? Pues depende. Depende de tres factores que normalmente no se citan en las tertulias y que los políticos olvidan también a menudo. Esos tres factores son: el tamaño acumulado de la deuda pública, el grado de acceso a la financiación por parte del sector privado y las expectativas sobre el modelo de crecimiento futuro. En el caso de España, el primero no es un factor muy importante, pero los dos segundos son cruciales. Es decir, a los consumidores e inversores no les está asustando el nivel de impuestos futuros que tendrán que pagar en España como consecuencia del actual nivel de déficit deuda, sino la falta de acceso a crédito para consumir e invertir y la ausencia de una idea clara del modelo económico hacia el que queremos ir como país.

Sabemos que Rajoy basa toda su estrategia económica en recuperar la confianza a base de recortes y por esa vía sacarnos de la crisis. Y, sin embargo, también sabemos que no lo logrará si no es capaz de restituir el flujo de crédito, porque aunque los consumidores y los inversores volvieran a estar muy confiados con el futuro y quisieran gastar e invertir, no encontrarían el dinero con el que hacerlo. Esa es la razón por la que creo que el debate político debería centrarse casi más en la reforma financiera que en la batalla presupuestaria. El PP haría bien en apretar el acelerador ahí, aunque le sea incómodo lidiar con la situación de Bankia; y el PSOE probablemente acertará si hace una propuesta valiente al Gobierno en ese terreno, a cambio de un consenso en sanidad y educación.

En todo caso, creo que ninguna de las reformas que de momento plantea el PP servirá de mucho si los ciudadanos y las empresas no logran vislumbrar un proyecto económico de país nítido y solvente a medio plazo. Nadie recupera la confianza de la noche a la mañana si no logra entender cuáles van a ser los sectores productivos del futuro y qué tipo de productos va a generar y exportar nuestro país, después del fracaso del modelo basado en el ladrillo. Esa es la gran cuestión política que está encima de la mesa y sobre la que debería centrarse el debate en España. Y también es la gran cuestión en Europa, que titubea sobre cómo enfrentarse de verdad a los problemas de competitividad que tiene con respecto a las economías emergentes.

En definitiva, la austeridad no funcionará mientras no vuelva a funcionar el sistema financiero y mientras nuestro Gobierno no dibuje una estrategia económica clara e ilusionante de futuro. Tal y como vamos, nos esperan años de recortes fiscales y de recesión. Pero si logramos cambiar de enfoque a tiempo, ralentizamos el ritmo de reducción del déficit, reestructuramos rápido nuestros bancos, animamos al Banco Central Europeo a que siga interviniendo en los mercados y apostamos por una política industrial activa que impulse nuevos sectores, entonces la economía se recuperará. En realidad, Keynes y Ricardo no estaban tan enfrentados en sus razonamientos económicos como el debate político posterior ha dejado ver, y creo que ambos habrían convenido en integrar sus postulados para ofrecer un paquete más completo de salida de la crisis. Ojalá estuvieran ambos vivos y pudieran asesorar a los líderes europeos, pero, como no es así, podemos pedirles que relean sus obras y repiensen sus dogmas.

 

Carlos Mulas